Llegaron a ocupar el espacio donde unos minutos antes se
entrenaban las jóvenes de balón-volea, a mis espaldas. Los varones que
observaban el espectáculo acodados en la barandilla se habían ido a la vez que
los escuetos biquinis, esas prendas hechas de un material que desafía la ley de
la gravedad. Cuando yo jugaba al fútbol siempre llevaba la goma del pantalón al
sur de la barriga, aún sin tener la tripa sidrera, y las medias a la altura de
los tobillos; para mi estupefacción estos uniformes parecen adheridos a la
piel.
Padre e hijo se pusieron a jugar con las palas playeras,
red por medio. El niño enseguida empezó a cambiar las normas del juego para no perder. Sin
verle oía su voz imperiosa, “¡Ahora sin tantos!”, e inmediatamente me acordé de nuestro querido presidente de gobierno, -estos días de vacaciones, el sufrido estadista-, que dicta
leyes a su medida. Que la gente se queja de los desahucios, norma al canto. Y
cuando digo canto es porque en enero entre mi amigo Migueli y yo patentamos en
Valladolid la forma de publicarlas, como la letanía de la Lotería nacional:
“Por oponerse a un desalojooo…¡treinta miiil eurooos!”
Que le pegas con la boca a la bota de una policía, “Por
resistencia a la autoridaaa…¡treinta miiil eurooos!” , que una amistad
fotografía la agresión, “Por grabar a la policiaaa…¡treinta miiil eurooos!”
El niño seguía con dificultades para derrotar al padre,
así que volvió a alterar las normas, “No hace falta que pase sobre la red”. Que
rodeas el Parlamento para llamar vagos a sus inquilinos, “Por entorpecer la
democraciaaa…¡treinta miiil eurooos!”, que te manifiestas ante la casa de un
político corrupto, “Por agredir a un representante del pueblooo…¡treinta miiil
eurooos!”
Mariano no despega en las encuestas, habrá que ver qué se
le ocurre de aquí a noviembre; posiblemente tendrá que recurrir a la manida
frase (¡así se las ponían…!) dedicada a aquel monarca, tan inútil para jugar al
billar como para regir los destinos del reino, a quien sus lacayos le debían
colocar las bolas para que no hiciese el ridículo. Como al pobre chaval, que al
final se desesperaba porque no pillaba una; amenazando con la raqueta clamó: “¡¡¡Hay
que ponérsela bien al otro!!!”
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