Luego,
ya mayor, comentaba que no se lo podía tener en cuenta a su madre, pero la
carta era muy dura: “No vuelvas. Serás
una carga para mí”. Con mensaje tan escueto, tan frío, quería
la buena mujer que el niño desechara cualquier idea de regresar. Las cartas que
salían de la España de Franco podían ser censuradas, de modo que otra madre se
dirigía a su hija en tercera persona y le mandaba mensajes encriptados: “Estamos encantados de saber que vas a
volver, díselo a María Teresa; dile que en caso de que vuelva no podrá
permanecer aquí por mucho tiempo. Ahora somos muy pobres, no tenemos nada. Si
ella vuelve, tendrá que irse a vivir con su abuela”. Dice María Teresa, “mi abuela llevaba veinte años muerta; era
una forma de aviso”.
El asunto del regreso se
planteó inmediatamente. Una parte de la sociedad inglesa no quería allí a los
niños; los católicos, que en un principio habían decidido participar en el
Comité, enseguida empezaron a hacer campaña por la repatriación, “haciéndole el trabajo a Franco”, que
desde el primer momento había hablado de “niños
arrancados de los brazos de sus padres”. La propaganda nacional era de este
calibre: ABC (edición Sevilla) “Salamanca,
8 En un campo cerca de Southhampton donde se hallan concentrados cuatrocientos
niños vascos, se ha declarado una epidemia de tifus, habiéndose producido ya
seis muertos. Por esta razón se ha mandado que estos niños no sean distribuidos
a las familias inglesas que los esperaban”.
El tifus era en nuestro país
en 1937 una enfermedad letal, cuyo contagio se temía. Es fácil de calcular el
impacto de esta clase noticias. Sin embargo los hechos eran bien diferentes. Los
fondos recaudados para una estancia corta empezaron a agotarse, así que el
Comité hizo un llamamiento de acogida y apadrinamiento que fue rápidamente
secundado por la población. Gentes de todo tipo y condición ofrecieron sus
hogares o su colaboración económica. La familia Cadbury, dueña de una
importante empresa de chocolates, los Clark, propietarios de una firma
prestigiosa de zapatos, los fabricantes de whisky Haig, los dueños de los
automóviles Morris, los mineros galeses, la población llana de Escocia, la
familia propietaria de mantas Witney…Alfonso Ruiz, “Temo que vayan a separarnos, pero corremos la suerte de salir juntos,
patrocinados por la marquesa Lady Cecilia Roberts, que adopta 40 niños y 40
niñas”.
Salir del campamento, de las
tiendas de campaña, a casas de verdad, algunas incluso lujosas, significa un
cambio espectacular. Vivir casi en familia vuelve a originar extrañeza entre
las diferentes costumbres, Flori Díaz: “No
me acuerdo de cuándo me llevaron a la colonia de Mrs. Manning, pero aquello fue
como un cuento de hadas. En mi casa nos bañábamos en un balde grande; cuando
llegué nos enseñaron un cuarto de baño con toallas y bolsitas para cada uno
conteniendo jabón, cepillo de dientes, pasta dentífrica y colonia”. Aunque
en la comparación no siempre sale España malparada; una parte importante de los
niños viene de Bilbao, una ciudad industrial, los que van a parar a zonas
agrícolas se sorprenden de que los ingleses todavía se alumbren con gas, cuando
para ellos la luz eléctrica era lo habitual; ya conocían el teléfono de
marcación automática, y cuando les fueron a enseñar el mecanismo del Puente de
Londres, que se alzaba para permitir el paso de barcos, dijeron con
tranquilidad “que, como aquél, había por
lo menos tres en Bilbao”.
La infancia y la
adolescencia son, por naturaleza, inquietas; en la situación de los expatriados
más. Se produjeron pequeños incidentes, sin ninguna gravedad, pero que
menoscabaron las relaciones con algunas franjas de la población. Niños ruidosos
en el cine, “el acomodador nada más
vernos decía ¡Silencio!, en español, y con ese nombre se quedó”, que como
aquí, “una vez fuimos a robar manzanas al
jardín de al lado”, o cazaban conejos a lazo en tiempo de veda. “Una vez vino el tendero para quejarse que
alguien le había robado unos caramelos: por fin tres chicos confesaron haberlo
hecho. Se tienen que dar cuenta que hacía mucho tiempo que no habíamos visto
caramelos”. Carmen Uribarri, “Como
niñas que eramos también hacíamos alguna otra travesura; junto a la colonia
había un huerto tapiado, y dentro unos árboles frutales, no sé por qué hueco
nos adentrábamos, pero cogíamos manzanas e higos. El jardinero era un señor de
poca estatura y regordete y le llamábamos ‘Barriguita”. Valentín Sagasti: “De vez en cuando invadíamos los campos
vecinos y robábamos patatas, que asábamos al aire libre en el fuego. Otras
veces tostábamos el pan que encontrábamos. ¡Cuánto nos ilusionaba este botín!
Algunos chicos perseguían gallinas y de la misma manera, nos perseguían a
nosotros”.
Pequeños incidentes, en
absoluto para llevarlos por lo penal, pero insoportables para cierta clase de
población. Para la prensa de derechas pasaron rápidamente de ser “esos pequeños gamberros” a “un atajo de bestias salvajes”, Scalborough Evening News. A esas voces
se unieron las de la prensa del gobierno de Burgos, su embajador en el Reino
Unido, Duque de Alba, el representante del Papa ante Franco, Antoniuti, y el
agente vaticano en Londres, Henry Gabana, que se presentó con una lista de casi
900 solicitudes de repatriación.
El asunto llegó al máximo
nivel, José María Armolea: “En el
Parlamento se planteó la cuestión de los chicos ‘rojos’ y muchos parlamentarios
querían que nos mandaran de vuelta a España. La gente de Carmarthen había oído
hablar de nosotros y vinieron en autocares para ver lo que podían hacer para
ayudarnos”. El propio periódico local, Carmarthen
Journal, ofrecía su comprensión, “En
su país han sufrido muy de cerca la crueldad de una despiadada guerra. No es
sorprendente, pues, que algunos de estos niños hayan perdido un poco el sentido
de la disciplina en estos tiempos anárquicos que vivimos, si además tenemos en
cuenta que muchos de ellos tienen a sus padres luchando en el frente y sus
casas probablemente hayan sido destruidas”.
Pero también por parte de
los pequeños exiliados había ganas de volver a estar con su familia; cuenta
Vicente Cañada cómo miraban desde la playa de Dymchurch, creían ver Francia, y
soñaban con reparar una vieja barca destrozada para regresar a casa. Algún nuevo
incidente agravó las cosas, como un caso en que estaba un grupo de niños
admirando un automóvil y el dueño los echó a patadas; se juntaron más y fueron
a exigirle explicaciones. Pasaron
entonces ya definitivamente a la categoría de “pequeños terroristas”, la prensa
conservadora habló de miedo a salir de casa y ya tituló directamente, “¡Que se vayan!”
Próximo
capítulo. Las listas.
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