La señora, bastante mayor, estaba asustada, “¿Por
qué hay tantos aviones hoy en Gijón?” Antes, al comienzo de la exhibición, las
gaviotas habían huido despavoridas de la playa, tierra adentro; la cuñada de Mariajesús
había recogido la ropa tendida, pensando que tronaba. Los aparatos militares
atronaban la ciudad, en ruido insoportable, aplaudidos, como espectáculo de
circo, por gentes entre las que se encontraban muchos varones disfrazados de
cuando hace tantos siglos hicieron la mili.
Se ha convertido en una desagradable costumbre
hacer propaganda de la guerra como un atractivo turístico del verano gijonés. Y
los padres abren la boca como niños y llevan a los propios a sentarse ante los
mandos de una máquina de matar como si fuera un juguete. Pero la guerra no es
un juego de ordenador, aunque desde que los sinvergüenzas sin alma (Bush, Blair
y su lacayo Aznar) atacaran Iraq y se transmitiera en directo, parece todo una
hermosa película de acción.
Pero la guerra no es ficción multicolor. Es
destrucción de bienes y vidas. Son asesinatos y robos disfrazados con buenas
palabras por periodistas comprados. Los bombardeos dejan una señal indeleble en
el alma de quien los ha sufrido. Estoy estos días trabajando sobre la
experiencia de los niños evacuados de España para librarlos del golpe militar
de Mola, Queipo del Llano y Franco; sus cuidadores relatan el pánico que tenían
a los aviones. En uno de los campamentos de recepción en el Reino Unido la
tranquilidad de la tarde fue lastimosamente interrumpida cuando un aparato
cartográfico pasó volando bajo, para fotografiar las zonas. Los niños huyeron aterrorizados
y se tardó todo el resto de la jornada en sacarles de los escondites. Un
exiliado desde Francia me contaba en su carta como uno de las mayores pesadillas
de su infancia asturiana el recuerdo de los aviones italianos ametrallando a su
familia mientras huían con lo puesto desde Nava hacia la costa.
Las referencias de la Guerra de Vietnam, con los
bombarderos USA sembrando de napalm las chozas y los campos de arroz dan idea
de la inhumanidad de la humanidad. El napalm es un producto incendiario que se
queda pegado a la piel, originando quemaduras que penetran en el cuerpo sin
posibilidad de detenerlas.
En la última Guerra de los Balcanes la OTAN
masacró a la población civil con el banal comentario de “daños colaterales”.
Pero, además, las armas se volvieron contra sus propios soldados; el uso de munición
de uranio empobrecido originó en muchos de ellos una pérdida de glóbulos rojos
espectacular. Mientras Federico Trillo (¿te acuerdas de él?) afirmaba en el
Congreso que “entre los militares españoles no se dan casos de leucemia” en el
Hospital Valle del Nalón, el héroe Manolito, natural de Langreo, soldado raso
profesional, guardaba cama sin que los médicos acertaran con la causa y el
tratamiento de su anemia crónica.
Hace poco ha sido publicado el libro Gernika, del historiador Xabier Irujo.
Como estas historias no se estudian en el Bachillerato debo deciros, queridos niños,
queridas niñas, que en 1936 un grupo de militares se rebeló contra el gobierno
constitucional de la República al grito de “¡Viva la República!” (Luego ya
cambiaron los alaridos por otros menos democráticos) Como la población les hizo frente quisieron acallarla mediante
el terror y así, por ejemplo, bombardearon sin contemplación la villa de
Durango. Aún les pareció que no habían asustado bastante, así que, en día de mercado, arrasaron Guernica, que no tenía ningún objetivo militar. Una acción perfectamente
planificada para mejor entrenamiento de los pilotos del nazismo alemán y del
fascismo italiano.
Este hecho se conoció internacionalmente por la
crónica de un valiente periodista inglés, George L. Steer, que transmitió desde el lugar de los
hechos, impresionado por la crueldad, al Times y al New York Times. Ante la
repercusión mundial la propaganda de Franco hizo correr la especie de que
Guernica había sido destruida por sus propios habitantes antes de huir. Luego
la mentira se perfeccionó, para explicar las huellas de tanta explosión, con la
leyenda de mineros asturianos dinamitando los edificios.
Pero no fueron los alemanes hitlerianos los
inventores de tan funesta estrategia; el bombardeo como arma de terror procede
de los ingleses, y empezó la idea, ¡oh casualidad!, en Kabul. Una rebelión de
afganos contra el Imperio estaba generando dificultades, hasta que el capitán
Robert Halley propuso bombardear la capital; el Times informó de pavorosos incendios, el emir pidió la paz. El nombre del único aparato que participó ha
quedado para la historia, el Old
Carthusian, como desafortunadamente tendremos que recordar el Enola Gay.
La broma se repitió poco después en Somalia, una
nueva rebelión contra la ocupación británica fue sojuzgada arrasando la ciudad
de Taleh, residencia del cabecilla. Churchill era entonces Ministro de la
Guerra (ahora se dicen de Defensa) y se pavoneaba en el Parlamento: “La de Somalia ha sido una de las guerras más
baratas de la historia, con un coste de 30.000 libras en bombas hemos ahorrado
una expedición que nos habría costado 2’5 millones”.
Así que ya se le dio al asunto calidad de
científico; se preparó un plan de formación de pilotos, Churchill fue nombrado
Ministro para las Colonias y reunió a sus delegados en ellas para explicarles
de qué manera, mediante el miedo a la aviación, podrían tener sujetas a sus
poblaciones sin ocuparlas. Hasta un tal MacKay escribió un ensayo acerca de la
eficacia de matar desde el aire, “La influencia de los aviones en el futuro
para la defensa del Imperio”, donde explicaba que eso de bombardear era
inequívocamente más barato; n o había duda de la eficiencia de las máquinas,
“No importa cuántos hombres ponga el enemigo sobre el campo de batalla, será
incapaz de proteger sus pueblos, sus ganados y su maíz”.
Esa escuela fue rápidamente copiada por los
militares del Reich, la ensayaron en España y luego Europa fue un volcán.
Doblegar a somalíes o afganos, armados con escopetas viejas, fue barato; la
Segunda guerra mundial fue carísima en vidas y haciendas. Los americanos del norte
usaron el mismo terror, amplificado hasta límites inhumanos en Hiroshima, una
bomba definitiva.
Al día de hoy los bombardeos son el mayor arma de
desmoralización de la población, que se ve metida en guerras que no ha
originado, pero que sufre las consecuencias en sus carnes. Iraq, Qatar,
Cisjordania, Libia, Siria…Inocentes cayendo a diario, millones de personas que
se quedan sin sus hogares, sin sus paupérrimos enseres, niños traumatizados de
por vida.
“El Círculo Aeronáutico de Langreo pide instalar
un caza tras el soterramiento”. Lo
explico para quienes no son de por aquí. El Círculo fue creado para recordar
las hazañas de Jesús Fernández Duro, un señorito que en su vida dio un palo al
agua y que se entretenía en navegar en aerostato; le fue la vida en ello. Sus pocos
socios piden que, una vez acabada la obra de soterramiento de vías en el
distrito de La Felguera, se coloque en una rotonda un Mirage que les regalaría
el ejército.
Me sorprende que Don José Manuel Martín, que antes
de ser su presidente fue secretario general de CC.OO. tenga tan poca
sensibilidad; espero, en cambio, que la
corporación municipal tenga más cabeza que todo eso. No tengo nada contra estos
señores, pueden reunirse para festejar a quien quieran; la ley no impide que recuerden
a su héroe, que le hagan estatuas y misas, pero, por favor, no me pongan en la
zona de mis paseos matutinos una enorme máquina de matar.
Langreo sufrió bombardeos de los aviones de la
Legión Cóndor para que la población se rindiera a las fuerzas nacionales.
Cuando sonaba la alarma la población de Sama corría a protegerse bajo el túnel
del ferrocarril al lado del Pozu Fondón; por razones que nadie se explica, mi bisabuela materna se encerraba hasta el final del susto en el pequeño y modesto
retrete de la Casa Nueva. Sirva la metáfora.
Las fotos son propiedad de:
- Nick Ut (Associated Press)
- Ahmed Hjazy (Pacific Press)
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